Ya nadie llama y es
una pena, la verdad. Me da igual si lo inventó Graham Bell o no, es
un invento cojonudo y lo estamos echando a perder. Seguimos
llamándolos teléfonos pero estas pequeñas maquinitas; entre tanto
“me gusta”, tanto “leído” en vez de escuchado, tanta letra,
foto, música y mail, nos están acobardando. Debo de estar
haciéndome viejo porque echo de menos aquellos tiempos en que había
que echarle huevos. Cuando los teléfonos se usaban para hablar y
casi todos eran fijos. Tenías quince y te gustaba una chica, te daba
su teléfono pero era el de su casa. Cuando por fin reunías las
pelotas suficientes para llamarla lo cogía su padre o su hermano e
intentando no tartamudear preguntabas por ella. Un incómodo silencio
seguido de un “sí, enseguida se pone” entre dientes. Esperas
mientras planeas mil comienzos posibles... Vaya subidón al escuchar
su voz, es divino, como su risa, sus suspiros y sus silencios que
entonces eran en tiempo real. Ahora tiras la piedra y escondes la
mano hasta que te la devuelven. Antes lo intentabas cada treinta
segundos si comunicaba y perdías los nervios si lo dejaban sonar
demasiado por si estabas cometiendo un error. Ahora sólo te llama
Movistar o Vodafone o tu madre, que es muy antigua, en el mejor (o
peor) de los casos. ¿Dónde está la emoción?
Podéis llamarme
vieja escuela o viejo sin más, podéis llamarme incluso gilipollas
pero lo importante sigue siendo llamar. ¿Comunica? Pues lo vuelves a
intentar.
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