Nunca me gustaron
esas postales en las que el típico monumento está perfectamente
iluminado en la noche y perfectamente encuadrado. Cuando de
adolescente estuve en París, a mi hermana, de recuerdo, le traje una
pequeña ocarina ¿Una ocarina, por qué? Porque era diferente,
bonita y aunque no sabía tocarla, al soplar, me hizo gracia su
sonido peculiar. Es otra cosa cuando hablo de belleza. El olor del
café, levantar la vista del libro para paladear esas últimas
palabras, una risa, una brisa o un olor. Una sensación de paz y
victoria cuando al hacer el amor llegamos juntos al orgasmo.
Una vez, hace años,
volvía de un viaje con una chica de buenos genes, de esas que
muchos dirían “me la tiraba hasta reventar”. En mitad del viaje
me llamó un amigo y, con cierta socarronería, me preguntó ¿Qué
tal el viaje? Mi respuesta: Como viajar con un caniche muy bonito. No
es que no sepa apreciar ese tipo de belleza, es que cuando hablo de
belleza, me refiero a otra cosa. No se engendra en la córnea, es
como una preciosa canción que te araña el corazón y te hace
tambalear el alma. Es como mirar al mar que sólo es una masa informe
de agua pero no puedes dejar de mirar al punto donde se junta con el
cielo, escuchar su rumor constante, aspirar ese olor tan penetrante,
tan reconfortante, tan bello. Pues eso, es otra cosa.
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