miércoles, 9 de junio de 2010

Mirando dentro de mi ombligo.

Fue hace unos cuatro años, el verano que perdí un amigo y aunque entonces no lo supiera, me estaba ganando mi primer archienemigo. Era una época de cambio, pero ¿no lo son todas en la vida? El caso es que las noches eran raras y yo intentaba pensar. Estaba perdido. Solo quería poder mirarme a los ojos. En principio todo iba bien, todo iba según lo planeado dentro del caos que reinaba en mi estómago. Escrito solo son unas líneas, en el estómago, meses de revueltas en mis adentros. Pero siempre llega ese día en que tienes que mirarte en el espejo. No, no hay otra opción que poder devolverte la mirada en el espejo. Al fin y al cabo, como dice Sinatra: “¿Para qué es un hombre? ¿Qué es lo que ha conseguido? Si no es a sí mismo, entonces no tiene nada.” Así que obligué a ese pequeño cobarde que llevaba dentro a que levantara la cabeza y mirara en el espejo más allá de sus ojos en el reflejo y a fuego se tatuara la canción de Sinatra en el alma. Uno a uno fui recordando todos mis pecados... ¿Sabéis lo que es ver llorar a tu padre por primera vez por tu culpa? yo sí. Nadie es tan bueno y todos los pecados han de viajar contigo. No, ya no quedan mártires y no hay forma de que pueda llegar a creer que tú eres uno de ellos, le dije al cobarde del otro lado del espejo. Puse cara de cuervo y me dije “nevermore”. Esto no es como chasquear los dedos y yo ya. Las cosas son granos de arena en un desierto y si quieres hacerte un reloj de arena que te dé algo de tiempo para dormir la siesta a pierna suelta has de ir seleccionando los mejores granos uno a uno. Ha pasado un tiempo y casi todo ha cambiado pero al menos ahora puedo mirarme en los espejos y aunque ahora mismo no quiera usar esa sonrisa, al menos puedo mirarme a los ojos y ya tengo medio reloj de arena.

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